Exposición "Micorrizas de lo Sagrado"
Mayo 2024
Angélica Rivera
LO FEMENINO SAGRADO EN LA NARRATIVA VISUAL DE ANGÉLICA RIVERA (Fragmentos) “Un punto de grafito. Una hebra de fibra de yute. Una minúscula esfera de barro húmedo. Lo necesario para que dos manos, que se hacen útero, acojan la semilla de una idea que se gesta entre trazos, trenzados y presión táctil”. Eunice Castro Camacho Tras 26 años explorando e interpretando el entorno en el que vivimos a través del lenguaje de las artes plásticas, observando minuciosamente a la Madre Tierra, Angélica Rivera Reyes (Río Piedras, 1973) nos urge “retomar la conversación de la tierra y sus ciclos de vida, (sus) procesos, (su) sabiduría, (su) conexión, (su) evolución y (su) energía”, (Rivera Reyes, A.). En un proceso paralelo y casi inevitable, la artista ha dirigido su mirada creadora al interior; la ha fijado en sus propias entrañas; y ha ido desanudando el hilo del que se teje su esencia. Allí, en el subsuelo de una cotidianidad que se pretende única, intocable e incambiable, Angélica halla la raíz primaria de la vida. Ve converger la fuerza fecunda de la Naturaleza con la potencia fértil de la mujer. En un acto valiente de asumir su vulnerabilidad, Rivera Reyes consigue conectar con el resto de la humanidad; más, muy marcadamente, con la tribu global de mujeres que pueblan, han poblado y poblarán el Planeta. En el inframundo, ve fundirse lo sagrado con lo femenino. Tras su migración intrapersonal, Angélica regresa y nos muestra el trozo de esa fibra que la conecta con la humanidad. Se vale de materiales expulsados de la Tierra para hilar, hilvanar, tejer una historia sagrada: la historia de la visibilización, la resistencia, la victoria y la supervivencia femenina. Con sus piezas, la artista manifiesta cómo la mujer está formada de matrices atemporales, interseccionales, extrageográficos, que las aglutina en una unidad básica vital con la Tierra. Con gránulos de carbón y grafito (minerales originados de la recristalización metamórfica de materia orgánica contenida en rocas sedimentarias), salpicados con tinta, Rivera da vida a arquetipos femeninos que recuperan el derecho intrínseco de mostrarse y etiquetarse a sí mismas a gusto y voluntad propia, apropiándose de términos, ideas, formas y poses que, otrora, les fueran impuestos pero que, sabiamente, han reapropiado a la descripción de su naturaleza: sexual, estoica, férrea, pulsante, vital, necesaria. Artífice de este universo visual, Rivera crea o recrea mitos arquetípicos: la mujer tubérculo, enraizada pero expuesta, de cara al sol; la mujer caracol, carnosa y tierna, terrestre-marina; la venus paleolítica; conectada, no solo con la flora ancestral y prehistórica que alimenta su chacra raíz, sino con el hilo vertical que atraviesa lo visible para sumergirse en la orbe energética, intangible, sublime que antecede la propia existencia. Embriones vitales que pululan entre mundos; semillas latentes entre el adentro y el afuera, listas para recibir todo efluvio celeste y despertar las potencias intrínsecas que se harán verbo y dictado, motilidad y desplazamiento, aspiración y expiración. El barro rojo del Río la Plata (otrora, río Otoao -que en lenguaje taino algunos aseguran que significa “madre”) y el yute (la ‘fibra dorada’) son los instrumentos de los que se vale la artista para exponer el contexto sobre la que se yerguen las protagonistas de la trama visual. En su entramado, las obras de Angélica Rivera Reyes bien podrían constituir una narrativa universal, muy parecida al mito literario, el cual se caracteriza por su carácter intemporal, “que le permite una reactualización constante [...] al adecuarse a las situaciones en que aparece”. [Cordíes Jackson. M. E.]. Cada mujer sería, en sí misma, el libro de la vida, el grial sagrado, la flor de la vida, la perfección áurea. Y habrá sido tallada a mano. No con la proporción ideal que confieren los filósofos y matemáticos. Sino, con la proporción balanceada que le confieren las narrativas y estrategias de supervivencia de sus homólogas, en todos los tiempos, a lo largo del Planeta. Bautizada en su nueva fase de mujer-raíz, ella descifra en su piel que “la vida depende de la cooperación; y no, de la competencia”. [Smith, R.]. Evocando una metáfora al árbol de la vida y su geometría sagrada, y engranando un fundamentado paralelismo entre los rizomas que nutren los subsuelos de un bosque y sostienen el flujo que robustece la vida selvática, Angélica parece develar uno de los hechos fundamentales de la historia humana: la hermandad salvadora entre las mujeres. Más allá de una escena de brazos entrelazados que pavimentan las calles a pisadas de protesta, en denuncia a lo evidente, Angélica nos presenta la raíz que une a las mujeres con la Madre Tierra y con las ideas sagradas originarias, que engendran lo femenino mediante un vórtice de energía vital que se nutre y crece a través de los espacios más recónditos del espíritu. Valiéndose de las potencialidades del mito, que “nutre sus propias visiones de mundo” sin “barreras idiomáticas, ni de ubicación geográfica” (Cordíes Jackson. M. E.), la serie parece postular que cada mujer tiene en su ADN un registro histórico de todas las luchas, las penurias, los sacrificios que han marcado a sus ancestras. Ello se hace tangible cuando, cual micorrizas, el hilo de yute que une los arquetipos femeninos en barro bien podría ser puente de comunicación entre los entes que conecta. A través de ese hilo orgánico fluye un bagaje infinito de conocimiento que recibe de la tierra, las estrellas, las estaciones, los ciclos vitales, la luna y las mareas. Angélica, eslabón de esta cadena que se esgrime en torno a su trabajo y su propia narrativa vital, ha conseguido entreabrir el telón transversal que cubre este poderoso secreto. No, para descubrir traicioneramente a su estirpe. Si no, para invitarnos a reconectar con esa fuerza vital sagrada, con la Madre Tierra como fuente de energía, con el silencio que nos regresa a la sabiduría guardada en nuestra propia semilla y recordarnos que somos aliadas. Y aunque habrá quien postule que el tema de la trascendencia femenina y su integración innata con lo sagrado es un asunto pasajero, este surgir de la voz femenina reclamando reparación no es un haz de luz fugaz; es el alumbramiento de un extendido proceso de gestación de ideas que se fertiliza cada vez que una mujer ve, experimenta o intuye una injusticia nacida de la mirada sesgada del otro, por un simple e infundado asunto de género. Eunice Castro Camacho